Mostrando entradas con la etiqueta Edgar Allan Poe. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Edgar Allan Poe. Mostrar todas las entradas
martes, 13 de febrero de 2018
El Rey Peste
Los dioses sufren y autorizan muy bien entre los reyes
cosas que les horrorizan en los caminos de la canalla.
(Ferrex y Parrex, Buckhurst)
Alrededor de la medianoche, durante una noche del mes de octubre, bajo el reinado caballeresco de Eduardo III, dos marineros pertenecientes a la tripulación del Free-and-Easy, goleta de comercio que hacía el servicio entre l'Ecluse (Bélgica) y el Támesis, y que a la sazón estaba al ancla en este río, fueron muy maravillados al encontrarse sentados en la sala de una taberna de la parroquia dc San Andrés, en Londres, taberna en cuya enseña lucía el nombre del Alegre lobo de mar.
La sala, aunque mal construida, ennegrecida por el humo, baja de techo, y semejante por otra parte a todos los chamizos de aquella época, era sin embargo, en opinión de grotescos grupos de bebedores diseminados aquí y allá, lo suficientemente bien apropiada para el cometido al cual estaba destinada.De entre aquellos grupos, nuestros dos marineros formaban, creo, el más interesante e incluso el más notable. Aquel que parecía ser el de más edad, y al que su compañero llamaba con el característico nombre de Legs, era también y con mucho el más alto de los dos. Podía muy bien tener seis pies y medio y la inclinación habitual de sus hombros parecía la consecuencia obligada de una estatura tan prodigiosa. Su exceso en altura era sin embargo compensado por unas deficiencias en otros aspectos. Era excesivamente flaco y hubiera podido, tal como afirmaban sus camaradas, cuando estaba borracho, sustituir a la driza de la cabeza del mástil, y, cuando estaba sobrio, al cuchillo del foque.
sábado, 3 de febrero de 2018
William Wilson
¿Qué dices de ella?
¿Qué dices de la conciencia torva,
ese espectro en mi sendero?
(Chamberlayne, Pharronida)
¿Qué dices de la conciencia torva,
ese espectro en mi sendero?
(Chamberlayne, Pharronida)
Permitan que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancillarse con mi verdadero nombre. Éste ya ha sido el exagerado objeto del escarnio, horror y odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado de todos los exiliados! ¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, limitada, ¿no flota eternamente entre tus esperanzas y el cielo?
Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos años de indecible desdicha y de crimen imperdonable. Esa época (esos años recientes) llegaron súbitamente al cénit de la depravación, cuyo origen es lo único que en el presente me propongo señalar. Por lo común, los hombres caen gradualmente en la vileza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se desprendió de mi cuerpo como si fuera un sudario. De una maldad comparativamente trivial pasé, con el paso de un gigante, a enormidades peores que las de un Heliogábalo.
Acompáñenme en el relato de la oportunidad, del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La muerte se acerca, y la sombra que la precede ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi espíritu. Al atravesar el valle de las penumbras, anhelo la comprensión —casi dije la piedad— de mis semejantes. Desearía que creyeran que, en cierta medida, he sido esclavo de circunstancias que exceden el control humano. Desearía que, en los detalles que daré, buscaran algún pequeño oasis de fatalidad en un páramo de errores. Desearía que admitieran —y no pueden menos que hacerlo— que aunque hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así tentado y, sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta manera? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima del horror y del misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?
sábado, 27 de enero de 2018
Corazón Delator
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría...
viernes, 12 de enero de 2018
El Retrato Oval
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe.
Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.
Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho.
viernes, 29 de diciembre de 2017
El Cuervo
Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
se oyó de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.
martes, 21 de noviembre de 2017
La Caída de la Casa Usher
Son coeur est un luth suspendu:
Sitôt qu’on le touche il resonne.
(Su corazón es un laúd suspendido,
No bien lo tocan, resuena)
Sitôt qu’on le touche il resonne.
(Su corazón es un laúd suspendido,
No bien lo tocan, resuena)
Pierre Jean De Béranger.
Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso, en que las nubes se cernían opresoras en los cielos, había cruzado solo, a caballo, a través de una extensión monótona de campiña, y al final me encontré, cuando las sombras de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera vista del edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu. Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa emoción semiagradable, por ser poético, con que acoge en general el ánimo hasta la severidad de las naturales imágenes de la desolación o del terror.
Contemplaba yo la escena ante mí —la simple casa, el simple paisaje característico de la posesión, los helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos— con una completa depresión de alma que no puede compararse apropiadamente, entre las sensaciones terrestres, más que con ese ensueño posterior del opiómano, con esa amarga vuelta a la vida diaria, a la atroz caída del velo. Era una sensación glacial, un abatimiento, una náusea, una irremediable tristeza de pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar a lo sublime. ¿Qué era aquello —me detuve a pensar—, qué era aquello que me desalentaba así al contemplar la Casa Usher?
lunes, 20 de noviembre de 2017
Berenice
La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiar naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.
El Barril de Amontillado
Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida. Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
sábado, 18 de noviembre de 2017
Los Hechos sobre el Caso de M. Valdemar
De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos mantener el asunto alejado del público —al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación—, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada, que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad. El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos —en la medida en que me es posible comprenderlos—. Helos aquí sucintamente:
Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias.
Hop-Frog
No he conocido nunca a nadie tan agudamente animado a la chanza como aquel rey. Parecía vivir sólo para las bromas. Contar una buena historia y contarla bien, era el medio más seguro de conseguir su favor. Por eso ocurría que sus siete ministros se distinguían por sus cualidades como bromistas. Seguían todos el ejemplo del rey, que era un hombre grande, corpulento, grueso, tal como son los guasones inimitables. Que la gente engorde por las bromas o que haya en la grasa algo que predisponga a la chanza, no he sido nunca capaz de decidirlo; pero es indudable que un bromista flaco es rara avis in terris. Respecto a los refinamientos, o fantasmas del ingenio como él los llamaba, al rey le preocupaban muy poco. Sentía una especial admiración por la broma de resuello, y la soportaba con frecuencia en su longitud, por amor a ella. Los melindres le aburrían.
Hubiera él preferido el Gargantúa, de Rabelais, al Zadig, de Voltaire, y por encima de todo, las chanzas efectivas se ajustaban a su gusto mejor que las de palabra. En la fecha de mi relato, los bufones de profesión no habían pasado por completo de moda en la corte. Varias de las grandes potencias continentales conservaban aún sus locos, quienes iban vestidos de un modo abigarrado con gorros de cascabeles, y debían estar siempre prontos a lanzar en todo momento dichos agudos, en compensación a las migajas que caían de la mesa real.
La Máscara de la Muerte Roja
Hacía tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Nunca hubo peste tan mortífera ni tan horrible. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre. Se sentían dolores agudos y un vértigo repentino, y luego los poros exudaban abundante sangre, hasta acabar en la muerte. Las manchas escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el estigma de la peste que le apartaban de toda ayuda y compasión de sus congéneres. En media hora se cumplía todo el proceso: síntomas, evolución y término de la enfermedad.
Pero el príncipe Próspero era intrépido, feliz y sagaz. Con sus dominios ya medio despoblados, llamó un día a su presencia a un millar de amigos sanos y joviales de entre las damas y caballeros de su corte, y con ellos se recluyó en el apartado retiro de una de sus abadías amuralladas. Era un conjunto de edificios amplio y magnífico, concebido por el gusto excéntrico, aunque majestuoso, del propio príncipe. Lo rodeaba una alta y sólida muralla. La muralla tenía portones de hierro. Una vez dentro los cortesanos, se trajeron fraguas y enormes martillos y se soldaron los cerrojos. Decidieron que no hubiese modo alguno de entrar o salir, si alguien de pronto se dejaba llevar por la desesperación o la locura. Había abundancia de provisiones. Con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo de fuera se ocupase de sí mismo. Había bufones, había trovadores, había bailarinas, había músicos, había Belleza, había vino. Dentro había todo eso, y también seguridad.
Fuera, estaba la Muerte Roja.
viernes, 17 de noviembre de 2017
El Gato Negro por Edgar Allan Poe
Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir.
Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)